UNA CRUZ PARA ARMERO
El 15 de noviembre de 1985, en las primeras horas de la mañana, los periódicos y las emisoras con extras y grandes titulares anunciaron la tragedia de Armero. Yamit Amat en Caracol, abrió la emisión del noticiero con las palabras de quien primero anunció el desastre a través de su aparato de radioaficionado: «Se está metiendo el barro a mi casa» fue lo único que pudo decir el «Culebreríto de Armero», a su colega Atilano, quien a las diez de la noche, minutos antes de la hecatombe, lo copió en Ibagué.
Mientras seguían las noticias, con inmensa preocupación pensé en Lucía que desde tres semanas atrás había entrado a trabajar en el hospital de la ciudad que amanecía sepultada bajo la furia del volcán.
Durante ese día y los siguientes, estuve atenta a las interminables listas de desaparecidos que publicaban los periódicos. Cuando pensé que todo había terminado con suerte porque su nombre no figuraba en ninguna, tuve la firme esperanza de volver a verla. Sin embargo, setenta y dos horas más tarde, el periódico EL TIEMPO me trajo la noticia.
La conocí en mi oficina seis meses antes y tres horas después de que sus amigas María Isabel y Claudia Luz cansadas de esperarla se marcharan. Llegó tarde, porque durante ese tiempo estuvo convenciendo a su hermana Carmen para que la acompañara a Bogotá a inscribirse.
Carmen se resistía a hacerlo, Consideraba que utilizar una agencia para buscar marido no era lo más ortodoxo. Finalmente, y más por solidaridad de hermana que por otra razón, accedió a venir sin imaginar jamás que en el libreto del destino terminaría interpretando el papel de Lucía.
Claudia Luz y María Isabel eran hermanas y excompañeras de Lucía en el colegio. Desde que se conocieron en primer grado se volvieron inseparables y las tres hacían planes para todo, hasta para el matrimonio, Con frecuencia los sábados en la tarde se reunían en casa de alguna y leían el horóscopo del amor, o los tests que sobre el tema traían las revistas que acumulaban en la semana. Para rematar la jornada iban a una pizzería a caminar o a cine.
El amor platónico de Claudia Luz, en su juventud, fue Nick Nolte. Le gustó locamente luego de verlo actuar en Abismo al lado de Jackelin Bisset. El de María Isabel no precisamente un actor sino un príncipe: Andrés, el segundo en la línea del Trono de Inglaterra, o simplemente el hijo de «Chava», como ella la llamaba en broma. El de Lucía, Giulliano Gemma, un actor a quien siendo muy niña vio de protagonista en Los Hijos Del Trueno, en un filme que se exhibió en el teatro del colegio. Desde entonces, la figura del rubio de ojos azules y mirada penetrante se le grabó definitivamente.
Su condición de estudiantes no les permitía que el fervor por sus ídolos fuera más allá de unos afiches y algunas fotos que pegaban en las paredes de sus cuartos.
Sin embargo como los sueños no siempre sueños deben ser, muy en el fondo, aspiraban a tener maridos que así fuera en lo más mínimo se les aproximaran;
lo menos les ofrecieran alternativas distintas a las de los galanes de provincia que producían los valles del Tolima. Por eso intentar encontrarlos a través de una agencia matrimonial, no les resultaba descabellado.
Al recibirse de bachilleres se distanciaron, pero no por eso dejaron de comunicarse. Claudia Luz se vino a estudiar administración de negocios en Bogotá y Lucía, trabajo social en una universidad de Ibagué; al tiempo que María Isabel más pragmática y menos nómada, con ayuda de su padre, se volvió comerciante y montó un almacén en el mismo Armero.
En Ibagué, Claudia Luz fácilmente se vinculó a gerenciar una empresa de finca raíz, mientras que Lucía anduvo de un lado para otro buscando donde ejercer su carrera.
Finalmente, al no tener ningún resultado, su padre la invitó a que trabajara con él en la distribuidora de arroz y sorgo que tenía en el Espinal, hasta dos semanas antes, cuando ingresó en el mismo hospital. Desde allí, por teléfono, se puso con sus amigas la cita que no alcanzó a cumplirles.
Una vez terminó de llenar el formulario y de pegar la foto, le rogó a Carmen que no le contara a sus papás que se había inscrito en la agencia y, mucho menos, que por ese medio aspiraba a vivir fuera del país.
Eran las únicas hijas y sus padres veían por los ojos de cada una. Carmen la miró fijamente, con una sonrisa de poca convicción. Para entonces, en pocos minutos, yo había advertido que era una mujer de carácter firme.
Durante varios días, con el propósito de que iniciara comunicación con algunos de los posibles candidatos, empecé a mandarle correspondencia, fotos y direcciones a la casa de una amiga que vivía a pocas cuadras de la distribuidora de sorgo y arroz. De todos, congenió con Joseph, un noruego que trabajaba como supervisor en un puerto cerca de Oslo. Se escribían cada semana.
Con sus amigas no tuve la misma suerte.
Ningún candidato les gustó y escribieron pocas cartas. Sin embargo, las dos, por su cuenta y riesgo, iniciaron su viaje.
La oportunidad de María Isabel entró directamente en el local de su negocio, un viernes por la tarde a la misma hora en que el sol reverberaba sobre los árboles y los bancos del parquecito del frente.
Según las personas que en ese momento la acompañaban, el alemán llegó saludando en un español que le salía a escupitajos. Colocó el maletín lleno de pócimas sobre el mostrador, extrajo un frasco y sin mediar más que las palabras del saludo, porque prácticamente la hipnotizó, le dio a beber un líquido espeso de color verde.
Eso más lo que le dijo en secreto bastó para que ella empezara a hablar alemán perfectamente y a mirarlo con ojos de fuego.
Lo que ocurrió posteriormente, todo Armero lo supo: a los pocos días de venderle el almacén a un testaferro que el mismo alemán tenía -según dijeron-, le entregó su dinero y sus ahorros y se marchó con él.
Ahora vive en Berlín, donde además de ser su amante, es el conejillo que prueba todos los productos que él fabrica. Si muere, es señal de que alguna fórmula quedó al revés.
«Son habladurías, Beatriz -me aclaró Lucía, en alguna de las conversaciones que tuvimos-. Nos hemos hablado y está de lo más bien. Toda esa historia no es más que chismes de pueblo y Armero, digan lo que digan, no es más que un pueblo, grande, ¡pero pueblo al fin y al cabo!
La verdad es que congenió con el alemán porque ella vendía productos naturales y además era muy buena en química. En el colegio, meterse al laboratorio a mezclar fórmulas le resultaba un juego.
Algo innato. El mismo profesor se asombraba. Por eso al probar el líquido del alemán, con su garganta de microscopio, le adivinó los ingredientes que lo componían, y él, asombrado, le propuso que se fuera a trabajar a su empresa. Allá está como auxiliar de laboratorio. Tampoco es cierto que sean amantes, Klein es casado, ama a su esposa y tiene dos hijos. Está enamorada pero de uno de los supervisores de la fábrica»
Claudia Luz encontró su punto de partida para Europa en Cartagena, a donde llegó a principios de enero junto con su madre para pasar una semana de vacaciones. El segundo día, en el bar del hotel donde se hospedaban, se encontró con Giovanni un fotógrafo italiano que enviado por una revista, estaba trabajando en la Heroica.
Durante el tiempo que pasaron juntos, el único inconveniente que tuvieron fue su mamá, pero hicieron un pacto de caballeros: los tres estarían durante el día y hasta la hora de la cena, el resto la noche, sin atenuantes de ninguna clase, sería para ellos.
Al despedirse, en el avión de regreso y durante los siguientes días, Claudia Luz pensó que todo no era más que una aventura romántica y bonita, sin embargo las cartas y las llamadas la volvieron a la realidad.
Como le envió el pasaje para que viajara a pasar vacaciones con él y su familia en Milano, pidió una licencia en el trabajo y se fue a conocer el invierno europeo y La nieve.
Pero regresó un mes después desilusionada por una razón que no pudo explicar con palabras precisas.
Giovanni no dio su brazo a torcer y envió una carta anunciando su visita para el mes siguiente. Venía dispuesto a pedirle que se casaran, pero no se atrevió, porque un No de amor duele tanto como una puñalada y prefirió regresar, y en el avión escribirle una nueva carta para meterla en el primer buzón que se le cruzara en alguno de los aeropuertos de escala.
«A eso exactamente fui, y no tuve valor de pedírtelo, porque como Cervantes dice: «Podrá haber amor sin celos, pero no sin temores», por eso prefiero hacerlo de esta forma y esperar tu rechazo lejos, para no palidecer frente a ti», le decía en las últimas líneas que atravesaban el margen del costado derecho del papel. Claudia Luz solamente se tomó unos días para arreglar sus asuntos personales y viajó.
Después del matrimonio se dedicaron a trabajar en joyería. Finalmente, en una de las visitas que le hicieron a su familia, resolvieron comprar un apartamento sobre la avenida Pepe Sierra, a donde se vinieron a vivir hace unos años.
Antes de leer el periódico que registraba su muerte lo último que supe de Lucía era que Joseph le insistía para que viajara a visitarlo.
-La decisión es suya -le dije cuando me consultó-,
Sus intenciones pimponeaban entre la ilusión y el temor: no le iban a dar licencia en el hospital porque llevaba muy poco tiempo. Debía renunciar y era posible que las cosas no resultaran.
-De todas formas lo voy a pensar y te llamo -fueron sus últimas palabras.
La foto del periódico era la misma que me dejó en el formulario que llenó, de tamaño tres por tres. Estaba peinada de medio lado y sonriente.
A cinco días de ocurrida la tragedia la rescataron. Según el dictamen, durante casi tres días, herida, estuvo bajo los escombros del hospital, y aunque tuvo fuerzas para pedir auxilio, no fue posible que la escucharan.
—Llevábamos varios días buscándola y estamos tranquilos de haberla encontrado así sea muerta, pues la incertidumbre es lo peor en estos casos. Mis padres están deshechos pero he logrado sobrellevar las cosas- me dijo ¡ Carmen.
Al colgar el teléfono creí que las emociones del día habían terminado, pero estaba equivocada. Era muy temprano y a las once de la mañana me llegó una llamada desde el aeropuerto de Caracas.
-Señora, soy Joseph, pensando en esta tragedia, me vine de Noruega para buscar a Lucía y aprovechando que el avión hizo una escala, la llamo para que me adelante algo sobre su suerte. La última vez me dijo que estaba trabajando en el hospital que desapareció bajo el volcán.
-Todo está bien Joseph -le dije tartamudeando-, no he podido hablar con su familia, pero todo está bien. Colgué, me comuniqué nuevamente con Carmen y le expliqué lo que pasaba.
-Beatriz apenas la enterramos esta mañana y no puede hacer nada! ¡Sencillamente dígale que murió! ¡Y ya!
-Viene desde Noruega… Era el novio de tu hermana y no podemos recibirlo con un ¡murió y ya!
– ¡Pero si apenas se escribían!
-E! hecho es que tenían planes y..
– ¿Y qué?
Y honestamente creo que eres la persona indicada para atenderlo… Al menos que hable con ustedes.
– ¡Vaya!, además de mis padres ahora debo consolar a uno que ni conozco.
Sus palabras me hicieron dudar, y a pesar de que desde el primer día intuí en ella un temperamento recio, para estar segura le pregunté:
-¿Cómo te sientes?
-Hizo silencio y esperé una ripostada, pero con una voz calmada dijo-: ¿me lo preguntas porque me oyes tranquila verdad?… Mira.., lo de mi hermana me dolió, pero estuve entre el barro día y noche buscándola, y en ese tiempo entendí que era la naturaleza contra el hombre y que ante su fuerza, lo único que no se debe perder es la dignidad. Ya la lloré lo suficiente… Durante casi una semana, hasta que la encontré.
Por ahora lo único que quiero para resarcirme de todo esto que está pasando, es regresar y continuar con mi cuadrilla de ayuda, buscando más víctimas.
Hizo un silencio largo y agregó en voz baja y seca… ¡Así que empaque al noruego en un carro y mándemelo!
Joseph llegó esa misma tarde e inmediatamente tomó un taxi expreso al Espinal. Como en los siguientes días no volví a saber nada de él, llamé nuevamente y me informaron que estaba con Carmen en Armero. Después me enteré que además de supervisor de puerto, era experto en búsqueda y rescate de náufragos y miembro de los cuerpos de socorro de la Cruz Roja internacional.
Ante esta condición, una vez supo la verdad, se unió al grupo de búsqueda de Carmen. A pesar de que no estaba en el mar, sus conocimientos y experiencia resultaron importantes. El mayor logro lo alcanzaron al rescatar un niño que, durante cuatro días, estuvo suspendido entre las ramas de un árbol sobre el mar de lodo. La noche de la tragedia el barro arrastró al pequeño hasta que milagrosamente las ramas lo enredaron salvando su vida, pero dejándolo prisionero en mitad del tétrico paisaje.
Encontrarlo resultó un golpe de suerte: a unos hermanos que fueron a buscar familiares perdidos se les ocurrió, desde un cerro, atisbar la distancia con unos prismáticos y descubrieron la pequeña figura acunada en el árbol. En mitad del trayecto al campamento de la Defensa Civil, hasta donde fueron a buscar ayuda, se encontraron con el grupo del noruego y entre todos se dieron a la difícil tarea de traerlo a tierra firme.
Carmen y Joseph, atados con cuerdas, caminando sobre tablas y tendiendo lazos de árbol a árbol, llegaron hasta él, después de casi cuatro horas de esfuerzo. Al tenerlo entre sus brazos y comprobar que a pesar de su crítico estado aún respiraba les produjo una sensación indescriptible. Era una vida más, en medio de aquel infierno de desgracia y muerte. Se abrazaron, le prestaron los primeros auxilios y con la misma lentitud regresaron a tierra firme.
A partir de entonces, lograr la recuperación de Adán, como lo bautizaron en el hospital improvisado de Lérida, porque no tenía nombre; se convirtió para los dos en una necesidad de primer orden. Por más de tres días, sin retirarse para nada y sin dormir, estuvieron pendientes de la evolución de la deshidratación y la disentería que le produjeron los frutos del árbol que consumió para calmar el hambre. Cuando lo vieron fuera de peligro, buscaron una de las muchas carpas para descansar.
Mientras el sueño los dominaba, porque el exceso de cansancio se les empotró en el cuerpo y no dejaba desentumecer los músculos, Carmen empezó a hablarle de Lucía. De su físico, de sus aspiraciones, de su docilidad. A pesar de la pena, para Joseph escuchar referencias de la mujer que llegó a amar sin haberla visto jamás de cuerpo presente, era música en sus oídos.
No se atrevió a preguntar nada. No valía la pena. ¿Para qué? Lucía ya estaba en cualquier parte menos allí donde la pudiera alcanzar. Después de muchas horas, al despertar, se encontraron abrazados.
En la medida que el niño se recuperaba, el afecto que sentían por él y otros logros con su grupo, los fue uniendo con una fuerza total. Cuando comprobaron que sus padres habían muerto, manifestaron su intención de adoptarlo, pero él era un extranjero soltero y ella colombiana y soltera también.
Pensaron muchas fórmulas, inclusive la de decirle a los padres de Carmen que lo hicieran, pero esta idea la descartaron de piano, porque Adán ya era algo especial en sus vidas.
-. . .Quieres casarte conmigo -le dijo Joseph después de girar varias veces inquieto, mientras hacían fila para recibir su ración de comida y agua potable. Carmen guardo silencio y sonrió.
—¡Ahora somos tres: tú, él y yo -volvió a decir con toda su fuerza de convicción- ¡Lucía, él y el destino nos han unido!
Cuando Carmen lo besó, los demás miembros de los cuerpos de rescate que los rodeaban, empezaron a aplaudir.
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