No le fue difícil descubrir que efectivamente estaba en el Puerto de Buenaventura. En un abrir y cerrar de ojos le robaron su cámara de fotografía. «Todo fue muy rápido -me dijo después, en un español que a duras penas parloteaba-. Me detuve cerca del muelle para ver desembarcar mi trailer y no sé en qué momento cortaron la correa y me la bajaron del cuello».

Para mi sorpresa, a cambio de ofuscarse, remató el comentario con una sonora carcajada: < ¡Colombianos tenían que ser! »

Karl era un hombre de unos cuarenta y ocho años, 1.78 de estatura, ojos claros y buen sentido del humor. Había nacido en Alemania, pero desde años atrás, estaba radicado en Australia donde tenía muchos acres y ganado.

Seguramente y hasta la noche en que conoció a la esposa de Helmut, no sabía con exactitud dónde quedaba Colombia en el mapa y, si alguna referencia tenía, no era otra que la de los titulares de prensa inspirados en droga y violencia. Sin embargo cuando Helmut lo invitó a comer en su casa de Sidney con el fin de presentarle a Gladis, la esposa que consiguió a través de mi agencia, se propuso conocer nuestro país, y de la misma manera, buscar una para él.

A Helmut la velada no le resultó como la esperaba. Quería demostrarle a su contrincante que, por fin, en materia de mujeres le había ganado una partida, pues varias veces y, ante la pérdida del trofeo, tuvo que reconocer que Karl era más experto y encantador en estas lides. Pero esa noche una vez más sintió que iba a perder, y «Me lo tengo bien merecido por jugar con mi propia esposa» pensó, mientras veía a Gladys celebrar los comentarios de su hermano. Finalmente sintió un gran alivio, cuando ante un halago de Karl, Gladys para superar la situación, prometió ayudarle a escribir la carta de solicitud que me enviaría a Bogotá.

-Si no encuentro una mejor que ella -señaló a Gladys-, vengo y te la quito le dijo al oído cuando se despidieron. Después de todo la conseguiste sin competir -A Helmut el comentario no le hizo ninguna gracia, sin embargo dejó que una tenue sonrisa se asomara a sus labios.

Al contrario de todos los demás, Karl no llegó a mi oficina en un taxi del aeropuerto cargado de maletas y pidiendo que le recomendara un hotel. Desde Buenaventura lo hizo por tierra manejando su gigantesco trailer y guiándose por un mapa. Estaba muy cansado y sin dormir, debido a que por lo grande del carro en ningún hotel lo hospedaron, y él, después de la pérdida de la cámara, a pesar de la cama, la cocineta y lo bien equipado que lo tenía, sintió miedo de parquear a borde de carretera y descansar.

Una vez en Bogotá, los del problema fuimos no­sotros porque tampoco encontró parqueadero y resolvió estacionar el trailer en la calle bajo la ventana de nuestra habitación y dormir en él, mientras mi esposo Jonás y yo, nos desvelábamos cuidando que no lo robaran. Conseguirle esposa tampoco resulto fácil. Además de exigirla con pelo y ojos negros, debía pertenecer al signo virgo para que fuera afín con su día de nacimiento.

por si faltara algún requisito, antes de casarse tenía que acompañarlo a un recorrido por lugares turísticos de Colombia y Ecuador. Para eso había traído el trailer.

Conoció a muchas chicas y a todas les gustaba Karl por su simpatía, pero ninguna estaba dispuesta a viajar con él. Cuando le explicamos que la mujer latina pensaba muy distinto a la europea, se compró un anillo de compromiso y volvió a empezar. Finalmente Elsa, una profesora de treinta y cinco años, inteligente y decidida, resolvió aceptar sus condiciones, siempre y cuando, antes de partir, él accediera a pasar año nuevo con sus padres en la finca de los Llanos. Nada resultó más agradable para Karl, porque allí encontró el mundo que había abandonado temporalmente en Australia.

Se casaron dos veces, una en Ecuador por lo civil y otra en Colombia por lo católico con toda la familia y los amigos de ella reunidos.

Regresar a Australia les resultó todavía más difícil. Nadie en Colombia quiso comprarles el trailer y viajaron a Panamá donde permanecieron casi un año vendiéndolo.

Hoy viven a cien kilómetros de Sidney y aunque no tienen hijos, son muy felices, pues cuando no viajan, se dedican al trabajo en su finca. En cada navidad, sin falta, recibo una postal de ellos.

Beatriz de Vogulys (fundadora, 1985)

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